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viernes, 15 de noviembre de 2013

Friedrich Hölderlin


La despedida ¿Queríamos separarnos? ¿Era lo justo y lo sabio? ¿Por qué nos asustaría la decisión como si fuéramos a cometer un crimen? ¡Ah! poco nos conocemos, pues un dios manda en nosotros. ¿Traicionar a ese dios? ¿Al que primero nos infundió el sentido y nos infundió la vida, al animador, al genio tutelar de nuestro amor? Eso, eso yo no lo hubiera permitido. Pero el mundo se inventa otra carencia, otro deber de honor, otro derecho, y la costumbre nos va gastando el alma día tras día disimuladamente. Bien sabía yo que como el miedo monstruoso y arraigado separa a los dioses y a los hombres, el corazón de los amantes, para expiarlo, debe ofrendar su sangre y perecer. ¡Déjame callar! Y desde ahora, nunca me obligues a contemplar este suplicio, así podré marchar en paz hacia la soledad, ¡y que este adiós aún nos penenezca! Ofréceme tú misma el cáliz, beba yo tanto del sagrado filtro, tanto contigo de la poción letea, que lo olvidemos todo amor y odio! Yo partiré. ¡Tal vez dentro de mucho tiempo vuelva a verte, Diotima! Pero el deseo ya se habrá desangrado entonces, y apacibles como bienaventurados nos pasearemos, forasteros, el uno cerca al otro conversando, divagando, soñando, hasta que este mismo paraje del adiós rescate nuestras almas del olvido y dé calor a nuestro corazón. Entonces volveré a mirarte sorprendido, escuchando como otrora el dulce canto, las voces, los acordes del laúd, y más allá del arroyo la azucena dorada exhalará hacia nosotros su fragancia. Traducción de Helena Araújo