Lo luminoso que se ve de noche
En las épocas míticas salía sola de noche:
salía al patiecito y pisando la maceta
trepaba hasta la medianera y me sentaba
a interrogar los cielos desde lo más profundo
del corazón de Villa Crespo. Porque si antes
las estrellas señalaban el camino en el mar
tal vez ahora esta galaxia de neones,
resplandores de hielo, ventanucos de baño,
rayos móviles provenientes de ferias,
la cautivante sincronización
de las luces de pasillos de edificios
pudiera sugerirnos variar unos centímetros
el recorrido, a ver dónde llegamos.
Un helicóptero en un cielo negro
es su luz blanca y su sonido jadeante.
No por urbana la luna es menos poderosa.
Últimamente veo desde mi balcón
algo como una grúa inmensa,
una viga infernal que, paralela al cielo,
se encaja entre edificios altos
como dispuesta a rearmar el panorama,
delimitada por dos luces fatuas:
punto rojo en un extremo, y en el otro
la extrañeza hecha luz: un rectángulo verde
fluorescente, imposible de entender: de día
parece una pantalla que proyecta
en continuado y para nadie, y de noche
refulge en el centro de su hueco
evocando desplazamientos mudos
que hablan de lo difícil que es fijar impresiones.
Refulge desde allí como un dios verde
de Philip Dick, con resabios de Lem.
Laura Wittner