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jueves, 28 de junio de 2018

Un chico de pueblo












Todas las voces innecesarias diciéndote "quédate ". Cuántas veces te ví mirar la luna y pedir cosas. Transformaciones. Uno no se transforma desde un guisante a un príncipe. Se eleva desde una flor a una colina florecida.


Porque toda esa quietud te fue alejando de lo que creías debía ser ruido o algún sonido que te abriera las venas y te ayudara a entenderte que no eras un pueblerino cualquiera ni un chico de la capital aún. Que todavía debías pasar por muchos moldes, sensaciones, prismas...


Sabías con certeza que te irías. Esa era la única certidumbre. Que amaste y amarás eternamente las flores de los jardines, la limpieza y la charla de las vecinas, el vértigo de los sábados con los amigos. Días y días de charlas, de soñar junto a los libros y el campo. Dormir mucho. Desear un cambio cómo algunos desearían la muerte o el éxtasis de una vida.


Ya te habías ido y habías vuelto. Eternas mudanzas, amigos nuevos, el pueblo, la capital, el pueblo de nuevo, otra vez la capital...


esa belleza inglesa de los trenes en Argentina, esas estaciones perdidas con mucha madera, rieles vencidos, bancos mugrosos, mucho yuyo, las terminales del adios y del hola. De la alegría y de la tristeza.

Toda despedida no es más que un hasta luego. Así lo sentiste cuando se te agolpó la sangre y supiste que formabas parte de ese paisaje tanto como el que te esperaba a muchos kilómetros de allí. Y que hay viajes necesarios y que todo territorio se lleva en los ojos, en el alma y que nada es intrascendente porque lo vivimos alguna vez.

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